Como conciencia de la humanidad, el poeta se erige en constructor de mundos y de espacios. Representa la voz más entera del hombre, según indicaba el viejo León Felipe. Por su parte Octavio Paz refería que el poeta va a la orilla del abismo con los ojos vendados, siempre en situaciones limites. Y por su raíz etimológica (poeta en latín es vate, que significa vidente) puede adelantarse a los acontecimientos, predecir los sucesos. Robert Graves señala en La diosa blanca esta función del bardo: mediante su pensamiento analéptico o proléptico, puede explicar sus orígenes arquetípicos o vaticinar la historia. En este sentido, el mito es claro: el poeta conoce la esencia de las cosas, su naturaleza. Y las determina y las canta. Por ende, el rapsoda es un ser que tiene la sensibilidad a flor de piel. Y el mundo lo hostiga “con su horario carnicero”, como expresa de manera espléndida Octavio Paz en Piedra de sol.
La violencia, entonces, es una entidad conocida por el cantor. El mismo lenguaje es violentado por el artista de la pluma para darle otra función, otro sentido. A las palabras hay que torcerle el rabo, hacerlas chillar, emputecerlas, como el Premio Nóbel de Literatura mexicano expresaba. Siempre en situaciones límites, el hombre sensible se aparta de la normalidad. Su función social consiste en cantar una historia, trastocar el mundo, revertirlo. Develarlo. Husmear, hurgar, expresar lo más turbio o lo más angelical de la humanidad. El poeta, decía Gonzalo Arango, es un inadaptado lobo antigregario, un ente hambriento que odia al rebaño y hace estragos en el redil; pero no por hambre, sino porque ama la libertad, su libertad. Y la soledad es una losa que lo aplasta. Por eso aúlla y espanta, extendiendo el terror para recordarle a los timoratos que él existe, que el mundo sigue, que es peligroso dormir sin soñar y que ahí está él, como un centinela solitario para desatar el terror y limpiar los pecados del mundo con la sangre del Cordero.
El poeta debe violentar al mundo, pero no hacerse partícipe de la violencia. Como bardo o como poeta satírico, su función consiste en modificar al mundo con su canto. Hacerlo nuevo. Nombrarlo de nueva cuenta. Principio y recomienzo, siempre, como ha indicado José Emilio Pacheco. Cierto es que la hostilidad del universo está ahí, circundándolo, acosándolo, moviendo sus garras dulces para devastarlo. Por eso el poeta se duele. Y con este dolor genera su canto. El mundo gime, estéril, como un hongo, revela Rosario Castellanos, quien por su lucidez e inteligencia bien merece el calificativo de la sor Juana chiapaneca. Nombrar al mundo, exteriorizarlo, ordenar su esencia: una tarea terrible y demoledora. Por lo mismo, el Logos es determinante. El mundo es creación lingüística, según los mitos hebreos.
La Palabra nombra. Y al nombrar llena las oquedades. Seguramente por eso en México se practica el ninguneo. Eludir el nombre es ignorarlo, desaparecerlo. Y vaya que el mexicano sabe hacer, y muy bien, este trabajo. Quienes lo hemos padecido en el ámbito personal, sabemos que las instituciones, la burocracia cultural, tiembla de terror ante nuestros actos, ante nuestra voz. Por eso se escudan en el anonimato para mandar la tarascada y evitar nombrar al Poeta. Por eso, cuando ocurren los ceses fulminantes, los ratones dela cultura chillan espantados por la falta de queso y pretenden continuar defendiendo sus privilegios, sus becas, sus premios –debidos muchas veces a los con-jurados–, blanden su espada para defender sus residencias y viajes al extranjero. Pero el Poeta continúa escribiendo. Y a ratos descansa. Y ve pasar el cadáver de los ineptos pobrediablos que un día pretendieron competir o levantarse como “el enemigo”.
La violencia burocrática, por sus efectos, es más devastadora que el terrorismo gringo o que los actuales desatinos del régimen político mexicano. La violencia no es, entonces, una entelequia. Existe y modifica. En una palabra: deforma. Y si la violencia, en su expresión del compadrazgo se hace presente, en su peor disfraz de corrupción ha llegado a la cultura mexicana, entonces este país ya no tiene remedio. La violencia se erige en un mal discurso, en falsas declaraciones, en manipuleos, en confrontaciones con los otros poderes. La violencia toma nombre en los partidos políticos, en la ignorancia supina que ejercen los lesivadores, que no legisladores.
El poeta nombra. Pero también ejerce su función conjuradora. De la invocación al exabrupto. Lo sagrado envolviéndolo, provocando en el poeta su mutismo. O el balbuceo. Ante lo sagrado el poeta calla. O busca los contrarios, multiplicando el horizonte semántico de la Palabra. Por eso el oxímoron, por eso la paradoja. Ante lo sacro del Nombre el poeta busca, en principio, la perífrasis. Y más tarde la metáfora. Lo mismo ocurre con los tabúes. Eso es, originalmente, el sentido de los recursos de estilo que el poeta esgrime. El árreton, lo inefable. El venerado silencio. Lo innombrable. El poeta frente a la Musa. Lo sacro y lo profano conviviendo, perdurando.
El poeta y la violencia. La turbia marejada del odio revelándose. Y el horror cobra forma en un vehículo arrollando a los infantes. La muerte brama en busca de alimento. La muerte y su secuela de impunidad. El crimen y la inmovilidad de las autoridades. Cuántas familias en Ciudad Juárez continúan con el Jesús en la boca porque la jovencita no vuelve a casa. Y después el dolor horrorizado; los medios reiterando la indiferencia gubernamental. La violencia, ahora, es una perversa bruja, un hada maligna vengativa. Cuántas Musas han quedado en una simple cifra que eleva los indicadores de los asesinatos, impunes por la indolencia del poder público. Las muertas de Ciudad Juárez no es un concepto oscuro ni un título mediocre de la filmografía mexicana. Es un horror violentado, un rencor vivo que desmorona a la sociedad misma como un montón de piedra, si deseamos seguir la metáfora rulfiana. Y eso no lo podemos permitir.
El poeta debe levantar su voz si en algo aprecia la vida. Todo se transfigura y es sagrado, insiste Paz en Piedra de sol. Todo es sagrado, reitero. Empezando por la vida humana y la dignidad de las personas. Nombrar llena espacios vacíos. Los nombres de las mujeres que han sido asesinadas no pueden ser olvidados. Hay que insistir. Reiterar.
Ahora, más que nunca, el Poeta eleva su voz, y exige justicia por las mujeres muertas:
REMOLINO CIEGO
La turbiedad en el abismo.
La mano infecta que profana.
La marejada negra perturbando a la criatura.
Crepita el remolino ciego de la muerte.
Brama, aúlla, despliega sus sangrientas alas.
Putrefacta emanación.
Los ángeles retroceden frente al miedo.
Gime el mismo Dios avergonzado.
Despierta la serpiente. Acecha.
Iracundo sol.
Negramente, torvamente,
la ignominia, como vaho amargo,
asoma.
Desde la impunidad de los juzgados
las mujeres muertas se estremecen.
El vago trepidar de la penumbra
las persigue.
Ensombrecida,
como un espejo ciego, rueda la esperanza.
Ciudad Juárez, Chihuahua, mayo 31 de 2002
Óscar Wong (agosto 26 de 1948) es poeta, narrador y ensayista. Sus títulos más recientes: Razones de la voz (CNCA, Colec. Práctica Mortal, Méx., 2000), Rubor de la ceniza (Edit. Praxis, Méx., 2002), Poética de lo sagrado. El lenguaje de Adán (Edic. Coyoacán, Méx., 2007), Jaime Sabines. Entre lo tierno y lo trágico (Edit. Praxis, Méx., 2008) y En el corazón de la memoria (Edit. Jus, Méx., 2010). Radica en la ciudad de México.
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